Aunque el impacto del CO₂ sobre el clima se conoce desde finales del siglo XIX, la preocupación real por el calentamiento global no comenzó hasta 1988 con la creación del IPCC. A partir de entonces, el discurso climático ha ganado protagonismo, especialmente tras el Protocolo de Kioto (1997) y el Acuerdo de París (2015), que fijaron como objetivo alcanzar la neutralidad climática en 2050. Sin embargo, este reto, por muy loable que sea, parece prácticamente inalcanzable.

En primer lugar, las transiciones energéticas son procesos extremadamente lentos. La primera, que sustituyó la madera por el carbón, y más tarde por petróleo y gas, tardó más de un siglo en completarse. La transición actual es mucho más ambiciosa: pretende reemplazar toda la infraestructura fósil —centrales, motores, sistemas industriales— en apenas 25 años. En cifras: habría que sustituir 4,5 TW de capacidad de generación eléctrica, 1.500 millones de motores de combustión, millones de calderas, barcos y aviones. Todo ello, sin que las tecnologías alternativas sean aún más baratas, eficientes o fiables que las actuales.

La Agencia Internacional de la Energía (AIE) ya anticipa que, incluso en 2050, el consumo de petróleo y gas natural seguirá siendo muy similar al actual. El carbón disminuirá, pero no desaparecerá. Las renovables, además, presentan una menor densidad energética, mayor dependencia del clima, y requieren una gran extensión de terreno. Por ejemplo, sustituir la electricidad generada actualmente con fuentes fósiles en España requeriría cubrir una superficie como la Comunidad Valenciana con paneles solares o como Galicia con molinos eólicos.

Desde 1997, el consumo de energía fósil ha aumentado un 55%. Las renovables apenas suponen un 12% de la electricidad global y algo más del 2% de toda la energía. Alcanzar el cero neto implicaría reducir unas 1.450 millones de toneladas de CO₂ cada año hasta 2050, cuando históricamente hemos aumentado en promedio 500 millones anuales. Cumplir los objetivos de 2030 (–45% de emisiones) requeriría reducciones drásticas en países como China, EEUU o la UE, algo que parece políticamente inviable sin un colapso económico.

Uno de los mayores desafíos reside en la industria. La producción de acero y amoniaco, pilares de la civilización moderna, requiere enormes cantidades de energía fósil. Descarbonizarlos exige sustituir carbón y gas por hidrógeno verde, del que actualmente se producen solo 100.000 toneladas al año. Para cubrir solo estos dos sectores serían necesarias 135 millones de toneladas anuales. Y para el conjunto de la economía, al menos 500 millones. La energía requerida para producir este hidrógeno equivale a toda la electricidad que hoy genera el planeta.

La escasez de materiales críticos añade otro problema. Para electrificar el parque automovilístico mundial se necesitarán casi 150 millones de toneladas de cobre —el equivalente a siete años de producción global— además de multiplicar por 25 o más la extracción de litio, cobalto, níquel o grafito. Solo para la transición energética se estiman necesarias 5.000 millones de toneladas de acero, 1.000 de aluminio y más de 600 de cobre. El impacto ambiental de extraer y procesar tal cantidad de recursos puede superar los beneficios climáticos buscados.

Además, las energías renovables también contaminan. Si bien no emiten durante su uso, sí lo hacen durante su ciclo completo de vida —fabricación, transporte, instalación y desmantelamiento—. Una planta solar fotovoltaica puede emitir hasta 10 veces más CO₂ por kWh que una nuclear, y una eólica, tres veces más. En términos de impacto ambiental total, algunas tecnologías renovables son incluso más agresivas que el gas natural.

A nivel económico, cumplir con los objetivos del IPCC supondría invertir anualmente un 10% del PIB mundial durante 25 años. Es una cifra sin precedentes: el Proyecto Apolo apenas implicó el 0,2% del PIB estadounidense durante una década. Este esfuerzo económico sería difícil de sostener incluso para los países más desarrollados, que ya enfrentan altos niveles de deuda y mayores demandas sociales y militares.

Por último, el cambio climático es un problema global. No tiene sentido que unas regiones se descarbonicen mientras otras siguen aumentando sus emisiones. China, India y Rusia —responsables de más del 40% de las emisiones— no muestran voluntad real de reducirlas. África, donde se espera que la población se duplique para 2050, ve los combustibles fósiles como imprescindibles para su desarrollo.

En conclusión, los objetivos de cero emisiones para 2050, aunque deseables, son prácticamente imposibles bajo las condiciones actuales. Las empresas que hoy lideran en sostenibilidad podrían perder atractivo a medida que se reconozca la inviabilidad de estos planes. En vez de forzar una transición rápida que nos lleve al decrecimiento o al colapso económico, puede que el futuro pase por una adaptación progresiva y pragmática a un mundo cambiante.

 

Fuente CIR (CIMD Intermoney Research).

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